domingo, 6 de octubre de 2013

Un nuevo comienzo...

     No tenía ni idea de cómo empezar el libro que se suponía hace un par de años había empezado a escribir. No encontraba un principio y mucho menos pensé que podría darle un final, la sensación de una vaga pereza y una cierta enajenación era lo único que fluía dentro de mí. Yo era entonces un joven escritor que quería contarlo todo, saberlo todo, sentirlo y vivirlo como si de ello dependiese la vida del que hasta entonces conocía como; "Yo, ese absurdo desconocido".  No tenía motivación alguna para empezar ni terminar nada, ni un libro, ni una relación amorosa-obsesiva, ni una vida. Lo único que quería giraba en torno a la necesidad de empaparme de los conocimientos de aquellas personas que en la época se autodenominaban como "intelectuales independientes", jóvenes que como yo, huíamos de los estándares y nos refugiábamos bajo versos de Rimbaud y relatos provocativos de Baudelaire, de  literatura que se hallaba oculta en cualquier hondonada, con el eco de las hojas rebotando a pie de página y posándose sobre las estanterías como una colección recién impresa de tomos que probablemente nadie leería, nadie, excepto nosotros. Éramos la generación a la espera de un nombre, los despojos de un conjunto de generaciones pasadas que nada tenían que ver como el boom hipster, ni modernillo de la época, muchos menos del "místico espiritual", del cual creí formar parte o eso decía Brandon Delic, un amigo de la infancia que había florecido bajo el cálido aroma del sur de Europa. Sus padres eran viejos emigrantes bosnios que habían huido como muchos de la Guerra Bosnia de principios de los 90's. Su mirada vacilante y dubitativa siempre tuvo gran impacto en mi afecto hacía él, veía a un hermano en el fondo de aquellos rasgos toscos y ásperos a la sombra, sus ojos en conjunto con su nariz se alzaban prominentes marcando sus mejillas, con la piel curtida con las marcas que solo los hombres criados en el sur poseen. 

    Yo vivía en un piso de protección oficial con otro de mis mejores amigos, Gael Blumer, de padre alemán y madre francesa. Era una de las personas más liberales y llenas de energía que jamas habían agitado mi vida. Dominaba todo lo que se proponía, conseguía a la chica que quería, incluso a las que yo solo podía mirar y esperar un "no" desde lejos. Su pelo dorado a la luz y castaño en la noche realzaban sus rasgos aterciopelados, casi casi como los de un niño, moldeados por una modesta barba que se abría paso desde su garganta hasta las comisuras de sus labios extendiéndose llana hasta sus patillas, de constitución marcada y un atractivo rebosante completaban lo que para mí era un gran amigo, otro de mis hermanos casi.  En aquella época todos éramos muy jóvenes, yo apenas había superado la barrera de las dos décadas. No me sentía aún un hombre, pero tampoco era un niño, había vivido cosas de un auténtico adulto, cosas de las cuales preferiría no hablar por ahora, porque solo empañarían el ambicioso proyecto de futuro que se edificó ante mí como un estatua, igual de inamovible, igual de perseverante e igual de molesta. En aquel entonces no tenía un nombre para tal proyecto, solo sabía que tenía que salir y de una vez por todas, como cientos de impulsivos jóvenes, llenos de exuberante  locura habían hecho antes que yo un día cualquiera en sus vidas, darme a la carretera. 

     Años atrás había divagado con la idea de coger un día los pocos libros que tenía, meterlos en una mochila junto con un par de mudas limpias y recorrer lo que para mí significaría; una vida nueva, mi vida alrededor de este vasto continente, limitado al sur por el árido calor y al norte por el punzante frío, por gran parte de la vieja Europa de Goethe y Kafka, la Europa que había visto solo en mapas y en imágenes ilustradas de enciclopedias. Un largo camino me esperaba, tan largo que resultaba incluso pretenciosa la idea de poder recorrerlo todo en una sola vida. Sentí miedo y excitación a la vez, por primera vez no sabía qué me iba a encontrar, en donde iba a dormir, si iba a comer caliente o si alguien me echaría una manta encima cuando me viese tiritar bajo el rocío de la noche. No sabía si volvería o me quedaría en algún lugar baldío a echar raíces o solo necesitaba ir, volver y convencerme de que el único lugar en donde necesitaba estar era en mí mismo, conmigo mismo. Así que eché andar con el último sol de septiembre deslizándose entre las nubes de medio día y aquel fue el principio de lo que sería la búsqueda de mi nueva vida. En algún lugar me la entregarían y enloquecería con su presencia... 


miércoles, 29 de mayo de 2013

Touchless words…


   La fe y el recato no siempre se muestran como se cabría esperar. Se esconden entre barrotes corroídos por falta de amor propio. Amor que se diluye en el moribundo acero y se clava en la garganta del sabio. Es mejor callar que demostrar que tus palabras solo sirven para profanar la retórica. No quiero oír, pensar, sentir, ni maldecir. Hoy no. No quiero estar aquí, sin embargo no puedo huir, esconderme bajo estos escritos y desaparecer sin más. No tengo nada que me represente, nada que acoja mis palabras y las coleccione a modo de epitafios al pie de mi cama.

   Por la tarde mientras caminaba por un parque que daba directo a mi pensión, vi caer un par de hojas secas. Cayeron frente a mis pies deteniendo así mi paso. Una de ellas tenía decenas de puntos ennegrecidos por el abrasivo frío que a finales de febrero, era compresible. Junto a ella otra yacía mustia atenta a mi mirada. Me invitaba a cogerla, sentir entre mis manos la muerte. Una pequeña ventisca las apartó de mi presencia. Se había escapado. Una vez más la muerte me negaba su esencia. Huye de mí cuando más necesito sentir su hiel sobre mi tacto. Al reponerme de mi desdicha, pude notar como un par de jóvenes me miraban a lo lejos absortos con mi figura. Resultaba lógico. Empecé a escuchar un sonido viajar a través del viento que me trajo un dolor de oídos. Era un sonido de campanas que daban la mitificada llamada de una iglesia cercana invitando a que sus «fieles» acudan a ella para redimirse de su mediocridad e indecencia.

   Un grupo de señoras mayores ataviadas apresuraban su paso para llegar puntuales a tal evento. Para mí era un evento, Un circo. Una secta. Una pérdida de tiempo. ¿Qué culto pagano se pregona tan ostentosamente a plena luz del día? Si tienen demasiado tiempo libre, que se lo den a quien lo necesite, o lo vendan para aumentar más aún su opulencia. El culto por algo tan etéreo en los días que corren no es sino el estigma de nuestra especie. De quienes somos como sujetos de un mismo espacio. ¿Pero a quién le importa nuestro fracaso? Llegamos aquí y al parecer a nadie le interesa volver a traernos, devolvernos a donde pertenecemos. Esta nunca fue nuestra tierra. Cada semilla que brota con la llegaba de la lluvia es más merecedora de estar aquí que toda nuestra egolatría junta. Creer, creer y creer… ¿Quién necesita creer cuando ni siquiera podemos sentir el paso del tiempo? El tiempo pasa, pasa pero sin nosotros. Pasa y se supone que debemos seguirlo. No tenemos tiempo para nada, menos de seguir la estela del propio tiempo. Resulta paradójico, pero en un mundo lleno de contrastes como el nuestro es lo más terrenal. Lo mismo pasa con nuestras propias palabras. Hoy crean vida y mañana esquivan recuerdos, los corrompen y  se aventuran con la independencia que solo ellas poseen; como instrumento de creación y finalidad, llegando en su paso incluso a opacar pensamientos, callar dictaduras y a menguar ideales.

   En estos últimos días todo lo que mi mente era capaz de crear se convertía en algo zafio, en algo frígido e inerte cuando mis pensamientos se materializaban en palabras. Dejaré de hablar. Reniego de quién soy por ellas y en lo que me he convertido...


Martes 28 mayo

   Llevo días sin escuchar mi voz, aún así me une de una forma atávica al calor que ya no siento. Todo lo que he hecho durante este tiempo ha sido sentarme allí y verla morir. Casi he olvidado cómo se siente el aire escupido por mi propia garganta. Lo único que siento es el resuello con el que me he despertado sobre mi hombro derecho a media tarde. A modo de savia lo he precipitado por mis labios y me lo he bebido. Su sabor rememoraba en mí la ausencia. ¿A quién intentó engañar? Las echo de menos. Echo de menos lo incompletas y vacías que se hallaban en mí. Lo mezquinas y lascivas que parecían sobra mi amada. Echo de menos cobijarme con ellas y regodearme con lo que era capaz de conseguir con su presencia, con mi ego. Las quiero a todas, porque me pertenecen, son fragmentos de recuerdos que me unen a la vida, a esta vida que se disipa entre mis manos sin ni siquiera poder contenerla en mis escritos. Días y noches malgastando su herencia y hoy me me dejan mudo entre los gritos de mi cabeza. Quizás sea mejor que invente mi propio lenguaje. Que cree un «Dios» para fundamentar su existencia. O quizás sea mejor que evite recordar que un día las tuve, que al crearlas sabía que existía. Que podía darles sentido. Que la noche es corta y que no hay miedo alguno en el lado frío de mi almohada que me devuelva con ellas. Aún así las siento, siento el frío de mis extintas palabras en mis pensamientos, el frío de un «Dios» que jamás ha escuchado mis plegarias.


Mi amargura ha vuelto a traer la noche. 

   ¿Por qué ahora? No me deja desesperar un poco más antes del silencio tenue. No se queda a vivir conmigo, sin embargo me acoge como su escribano y me cuenta qué hace con los pensamientos que van a morir bajo sus manos. Es cierta y aún así no materializa mis palabras. Será mejor que desgarre lentamente todo el placer que un día creí alcanzar con ellas y me duerma pensando en que mañana será otro día y que la oscuridad de la noche no menguará mi inquina. Creyendo que junto a ese «Dios», no existo, que vivo aislado de todo lo que me atormenta, no como un huraño, sino como un muerto...




jueves, 2 de mayo de 2013

Meat is murder

  He caminado por calles más diáfanas, pintorescas, vacías, pero nunca tan llenas de prejuicios como las de hoy, en las que cada adoquín saliente te mira como si esperase sentir tu propia saliva bajo  tus suelas. Ha ganado la avaricia más no el tiempo. Perder aquello que atas tan ciegamente a tus bolsillos, al ansia necia de propiedad, no es más que despojos del tiempo que hemos malgastado, de las horas que sentados esperamos que dicha alguna llenase «nuestro» vacío. Hemos henchido cuerpos, pero amargado almas y creencias -¿sientes algo acaso? ¿Sientes que podrías vivir sin una máquina que te conecte a su inutilidad? La catarsis de nuestros pensamientos ha olvida una vez más su fin. Cavar entre sus raíces hacía la verdadera fortuna que centurias de penurias la experiencia nos dejó, debería ser la impronta básica para que cada ser humano pueda volver a sentir. Ya no, es tarde, la verdad se no has negado y hoy lamentados su pérdida. Nos han dicho lo que seremos y padeceremos, más no cómo evitar tan atroz maldad. Marcado sobre nuestras cabezas la manera de sentir y odiar, hasta de morir. El «calor humano» hoy se vende en cada esquina. Yo mismo lo he comprado. Me costó muy caro para el poco fondo que aquello tenía. ¿Quién habla aquí de amor si no es para lamentarse? No podemos sentir ni el daño auto-infligido en nuestra propia desgracia. Hemos perdido la hermosa sensación de desangre emocional, vital en animales convalecientes como nosotros. Condoliéndonos todo el tiempo del dolor que no sentimos, pero que provocamos a seres que al carecer de una «retórica humanizada» no pueden condenarnos como bien mereceríamos. El dolor es dolor en todos los idiomas y latitudes. Sentirlo es una bendición de nuestra naturaleza, padecerlo es un placer para ciertos hombres, pero provocarlo debería ser la más imperdonable bajeza que se haya conocido. Ya no hablo de hombres, hablo de seres pensantes y convalecientes, independientes de toda egolatría e hipocresía que ser humano alguno haya creado. No puedes decir que quieres a lo bello y que te embelesa lo que entra en tus fauces al mismo tiempo, las cuales lo desgarran con todo el amor que antes llenaba tu boca. No lo ves, pero ahí está, tendido sobre tu mesa bañado en su propia sangre -ojalá fuese la tuya. Pero no, la prepotencia que nos desborda evitaría de cualquier manera tan dantesca escena -¿comerías a tu progenie? ¿Acaso es fundamental tener un baldío cerebro, que en el mejor de los casos usarás para decidir qué precio te conviene para esta noche, para no ser devorado? -yo no lo tengo. ¡Comedme entonces! Quizá mi hedor produzca arcadas en vuestro paladar, pero adelante, tengo toda la ternura que se podría esperar de mi precio. Comed y saciaos, saciad vuestro ego. No dejéis nada en la mesa, que vuestro misericordioso «Dios» podría resentirse. Pero volveréis, pronto volveréis a ser cenizas y será entonces cuando la más fiera de las criaturas se posará con todo su rencor sobre lo que un día fuisteis, derramará toda su cólera y los atormentados restos dejaran como se merecen el infame mundo que «habéis» creado para «nosotros». Ese mundo que nos lo habéis vendido a un precio que no podrán pagar ni mis palabras, ni mi inquina, ni todos mis primogénitos juntos sobre vuestra mesa (…)




lunes, 8 de abril de 2013

Nasty words...

   El roce de las suelas desgastada con el llegar de la noche escondían el resentimiento y la vergüenza de los que aún malgastaban su vida en creencias banales, fruto de una sociedad que se desborda con la aparición de instintos para algunos, indeseables y para otros, tan vitales que hacen estandarte de ellos y los exhiben en forma de deseos pasionales solo aptos para los más osados. ¿Pero quién era yo para criticar nada? Allí estaba, en un bar de la calle Ramsherred 14 del cual solo recuerdo los ridículos y estridentes neones de la entrada. Allí me hallaba yo, sentado en medio de un par de generosos pechos y una barba mediocre que me escondía de los miedos de los que siempre había intentado huir, pero que hoy volvían para ponerme a prueba. 
-¡Hola! Es un placer conocerte. 
-El gusto es más que mío -respondió. 
-La noche es fría e invita a la compañía, ¿no crees? 
-Sí, es agradable, el frío es agradable y mucho mejor la compañía -expresó.
Mientras huía de su mirada llevando mi atención a la gente que se paseaba por delante de un cristal que daba a la calle, una mano empezó a recorrer la costura de mi pantalón, se acercó a mi bragueta… Volví a retomar su mirada tan pronto como mi asombro fue capaz. La miré a los ojos. Me miró. Ya no eran aquellos brillantes ojos que había conocido hace un par de minutos. Un halo casi borgiano ahora rodeaba aquella apabullante silueta. Empecé a sentir nervios y excitación a la vez. Mi mirada empezó a recorrer tímidamente cada centímetro de sus labios. El aire que entraba y salía de mi pecho se entrecortaba y mi corazón se aceleraba con cada milímetro menos de tela que separaban sus manos de mi ya evidente bulto. 
-¿Qué haces? -alcancé a susurrar. 
-Lo que deseaba hacer desde el momento en el que te vi entrar por esa puerta. 
-¿No crees que este no es un buen lugar para que la tela que recubre tu delicada entrepierna desborde este lugar? 
-Este lugar es posible que no, pero el bulto que ahora apunta hacia mi boca, sí. -respondió lascivamente. 
Mis labios se empezaron a secar. En un descuido los suyos los atraparon y el intercambio de sensaciones empezó a fluir. La aterciopelada capa de carmín que recubría sus sustanciosos labios ahora se precipitaba por las comisuras de los míos. El sabor de la atracción y el deseo evocaba en mi cerebro las ganas de morderlos, saborearlos, sentirlos como nunca nadie los había sentido. Los labios de una mujer pueden enloquecer a un hombre, éstos no solo me enloquecían, me recordaban que un día alguien marcó los suyos en mi torso y huyó al desvanecimiento de aquella marca.

   Mientras mis labios continuaban memorizando los suyos, empecé a posar mis manos sobre sus estimulantes curvas. 
-¡Para! Es el momento, pero no el lugar -me dije. 
Me despegué de su cuerpo de un seco y rápido movimiento. 
-¿Qué pasa? -me preguntó descolocada. 
-Nada, nada -alcancé a articular.
-¿Por qué no salimos de aquí y me enseñas que hay al final de tus interminables curvas? -le dije con una mirada que se movía entre  la necesidad de palpar algo más que sus caderas y el sofocamiento. 

   Salimos de allí tan pronto como nuestra excitación fue capaz de permitirnos. Cogimos el primer taxi y mientras nuestras manos recorrían cada una de nuestras más que evidentes protuberancias, llegamos a su piso. Al abrir la puerta el aire que allí se hallaba empezó a fluir por nuestros cuerpos. Me cogió de la mano y me mostró el lugar donde se encerraban y resonaban sus gemidos cuando su deseo se mostraba en su máxima expresión. Esa expresión la cual yo quería ver. Oír con sus gemidos y gritos pidiéndome que le entregara todo lo que una mujer como ella se merecía y necesita para sí. Nuestra ropa se desojó con un par de roces, solo quedaban las finas telas que resguardaban nuestros sexos. Nos separaban, pero a la vez nos acercaban. Estiré mi mano y la acerqué hacía mi cuerpo. Empecé a sentir una ligera presión en mi pecho. Esa presión que tanto echaba de menos y que hoy podía acariciar solo con mi aliento. Empecé a besarla y tocarla. Mis manos no daban abasto a tal edificante figura. Sus brazos enroscados en mi espalda empezaron a desgarrar mi piel sin tan solo clavarme sus uñas. Empecé a deslizar ligeramente mi mano derecha por su ombligo hasta llegar a sus húmedas bragas que dibujaban mis dedos y los invitaba a    seguir. Al sentir ese trozo de tela con mis yemas, todo el deseo del mundo vino a mí y lo único que quería era arrancárselas y hundirlas en mi boca. Me acerqué tímidamente a su pubis y pude sentir la humedad que emanaba de su entrepierna. Su humedad provocaba en mí la sensación innata de deseo y unas ganas infinitas de poseerla. Inmediatamente saqué mi mano de ahí y la llevé a su boca. Limpió afanosamente mis dedos y acto seguido la tumbé en la cama.

   Al ver a aquella mujer tendida sobre pulcras sábanas y a toda su belleza frente a mis ojos, hizo que mi sangre empezase a encerrarse entre las paredes de mi entrepierna.  El carnoso trozo de mi ser ahora se levantaba y ahogaba por la fricción que producía el límite de mis calzoncillos. No podían contenerlo más y terminaron cediendo. Por fin me mostraba ante ella tal cual era mi miseria, mis complejos y virtudes. Acerqué mi boca a su entrepierna. Empecé a recorrer la delgada linea de humedad que brotaba de sus entrañas y se impregnaba en sus bragas con la punta de mi lengua de abajo hacía arriba, dividiéndola así en dos. Un ligero pero profundo gemido escapó de sus labios. Mis dientes empezaron a rasgar aquella fina tela y de un tirón, la apartaron de su cuerpo y pude contemplar al fin su perfecta vagina. Mi lengua no dudó en seguir con su recorrido. Empecé a lamer aquellos delicados labios, los cuales humedecidos por sus fluidos manchaban los míos. Sentía ahora en mi boca el sabor de su esencia. La pureza de aquella mujer se encerraba en cada gota que huía de sus entrañas para adentrarse en las mías. Sus gemidos continuaban, cada vez más fuerte, cada vez más intensos, cada vez más sucios y mezquinos. 
-¡Métemela de una vez! -reclamaba a gritos, mientras sus manos presionaban mi cabeza y hundían mi lengua y mi boca muy dentro de su vagina. Aquellas palabras me dieron la fuerza que necesita para cogerla en brazos y empotrarla contra el gotelé de su pared. Sus duros pezones empezaron a rayar la pintura desgastada por la humedad y el paso del tiempo. Rodeé mis manos por sus caderas. Esas caderas que detallaban la perfección del universo en una curva. De una fuerte y rápida embestida conseguí  que mi erección rompiese su deseo. Sentía como se expandía casi al instante la profundidad de su entrañas. Los labios que protegían su vagina ahora arropaban el interminable tronco de mi erección y se adentraba con toda su dureza hasta el borde de nuestra excitación. En cada embestida veía como su espalda se contoneaba con el estimulante placer que ello conllevaba. El placer excedía a cualquiera que ser humano   vivo hubiese sentido vez alguna. Una impaciente embestida despegó sus pies del suelo y todo su cuerpo quedó encestado en mi desbordante erección. La presión que sofocaba mi pene hacía que lo único que tocase el suelo fuesen sus fluidos y los míos. Su cuerpo subía y bajaba clavándose literalmente en todo lo que podía dar de mí. Sus pechos golpeaban la pared y el estruendo me pedía que congelara el tiempo para conseguir así, que esto no terminase nunca. Poco a poco fuimos desvaneciéndonos en el suelo  hasta quedar totalmente tumbados, yo sobre el suelo y ella sobre mí, su espalda sobre mi pecho sin despegar en ningún momento nuestros sexos. Mis ojos podían ver por encima de sus hombros la curvilínea figura de sus pechos, que se agitaban con cada embestida. Se dio la vuelta, se posó sobre mi erección que se hundía una vez más dentro de sus entrañas y empezó a botar sobre ella. Su flujo empapaba completamente mi entrepierna y mis muslos. Era casi casi incontenible. El sonido de la fricción provocaba algo más que lamentos. Lamentos de ambición y lujuria. Deseo carnal y febril que ahora ocupaban nuestros cuerpos.
-Gime para mí. Gime para mí, ¡por favor! Gime tan fuerte que el eco de tus gemidos duren días, años, centurias entre los muros de esta habitación.
-Gime y deja que mi erección marchite tus entrañas
-Gime, preciosa. No pares de gemir y gritar a los cielos que hoy eres mía y solo para mí. Necesito recordar tu figura revestida por mis fluidos sobre tu espalda. Tu caderas. Tus nalgas. Tus piernas. Toda tu entera. 
-Tus gritos me enamoran. Me enloquecen. Siento el nacer del liquido blanco que pronto llenará tus entrañas.
-¿Lo quieres? 
-¿Dónde lo quieres? 
-¡Pídemelo a gritos! 
-¡Pídemelo, por favor!
-No puedo parar de embestirte y llenarte a la vez. Mi carne sedienta de la tuya, ensancha tus entrañas y las desgarra con el ir y venir de mi erección. Dentro, fuera. Dentro, fuera. Muy dentro, muy dentro. Demasiado quizás.
-Enquista tus dedos dentro de mi piel. Libera ese ser sediento de sexo que hoy envuelve mi erección.
-¡Oh, dios! El placer sin las formas de tu cuerpo no es placer ni es nada.
-Mi erección no halla cabida en ningún agujero. En ninguno que no sea tuyo. 
-Ven aquí y hagamos de esto un hito. Una epopeya. Un recuerdo imborrable que ni el paso del tiempo pueda olvidar. 
-Necesito tus fluidos, necesito tu entrepierna. Necesito tus besos y tus gemidos. Necesito tus manos calmando mis ganas. Necesito poner las mías sobre tus nalgas y esculpirlas hoy y mañana. Porque sí, porque quiero y puedo. Porque ahora me perteneces. Porque ningún hombre en este mundo podrá saciar ni evocar tantas fantasías y deseos como lo hago yo. Y tú lo sabes -entre gemidos entrecortados alcancé a susurrar.

   La espesa mancha blanca que estaba intentando contener, se me escapaba, no podía retenerla al sentir como las robustas paredes de su vagina se agarraban a mi pene a causa de la llegada del clímax. Un chorro de placer salió por la punta de mi pene y aterrizó en lo más profundo de sus entrañas. Empecé a sentir como el cálido aroma a sexo que brotaba por mis poros se adentraba en la comisura de sus labios y le daba de beber a sus hambrientas entrañas. Mi líquido blanco se fundió con los fluidos de su clímax de tal modo que empezó a chorrear por sus muslos y los míos. Dejó caer su cuerpo una vez más sobre el mío, con sus fluidos y los míos dentro de sí. Acercó sus labios a mis oídos y susurró: «¡Gracias!». Me dio un beso en la mejilla izquierda, apoyó su cabeza en mi pecho que desprendía calor y cansancio, y se durmió. Nos dormimos. Todo había acabado. El placer había acabado, pero no las ganas de volver a sentirlo…



jueves, 7 de marzo de 2013

Worthless words...


  Pasos desentonados y respiros entrecortados recorren los pasillos de esta vieja pensión cuando el silencio de la tarde llega. Los recuerdos y sentimientos nacían y morían con el escándalo que se deslizaba por las hendiduras de mi ventana. A veces ruido, a veces lamentos que me recordaban la crudeza y deshumana virtud que tiene la vida para recordarme que no vivo detrás de una muralla y que más allá de la intimidad de estas paredes, el mundo sigue con sus zozobras y miserias. Mientras te quedan un par de monedas en el bolsillo, nunca te paras a pensar en el valor que damos a algo que surgió de la nada. Te acomodas en tu miserable opulencia y sigues con tu vida más que por deseo, por inercia. Hoy no solo me invade la soledad, sino una ligera desesperanza que cada día se alimenta del desaliento que hoy nuestra sociedad padece. 

    Desde la ventana de mi habitación veo como un grupo de personas se agolpan en la calle principal que da a la plaza para protestar por las decisiones que nuestros líderes años atrás tomaron y que hoy nos llevan al peor de los mundos. Un sentimiento de malestar y coraje me invade, pero a quién quiero engañar, la sociedad me ha consumido... No siento la necesidad de gritar, maldecir, ni de salir a la calle y ser uno más de los que ven caer promesas y a su pueblo con ellas. Enciendo la televisión, nada parece tener sentido. Nada parece importarle a quien se supone nos representa. La vida es un bien escaso y nos la están quitando. Años y años de deshumanización hoy nos han llevado a esto. El futuro parece incierto, hipotecado con lágrimas que piden a gritos piedad... ¡Socorro! Nadie parece escucharnos. «Gritad, gritad lo más fuerte que podáis. Dejad vuestro odio en ello. No os culpéis de vuestra desgracia. La desdicha de hoy pronto será solo un mal recuerdo que el tiempo sabrá arrancar de vuestra frágil memoria».

    06:52 de la tarde. Las luces que iluminan la ciudad empiezan a encenderse. El brillo de las las bombillas moldean las figuras y los gritos de los que aún continúan su marcha. El día al igual que las horas mueren al llegar la noche. Todo parece más tranquilo, más humano. Las personas regresan a casa con los suyos a intentar vivir una vida, o a engañarse mientras lo intentan. No se puede vivir de la esperanza, pero tampoco del desánimo. Vendrán días mejores, vendrán días en los que un abrazo sincero sea más valioso que un par de monedas, y solo entonces, la vida será más vida y menos una mercancía de los que nos controlan y ofrecen migajas de libertad a cambio de la aceptación de sus promesas desde ya, rotas.

    Quiero salir, gritar, quiero escapar de esta soledad y ahora, cobardía que desprecio. No encuentro la manera. Las cosas no las cambian las palabras, sino las acciones, pero hoy no me quedán más que estos inútiles escritos que uso para redimirme y convencerme de que existo, de que soy algo más que melancolía. 

   La noche ha llegado. Volveré a encerrarme entre estos fríos muros. Volveré a levantar una muralla y a gastar mis puños en volver a tirarla. Quizás mañana me levante mejor, quizás no. Quizás el silencio y la paz de la noche se confundan con la muerte y ésta me lleve consigo. Quizás sea lo mejor. Quizás solo esté desvariando… 

lunes, 4 de febrero de 2013

Foolish words...


Un roce. Una caricia. Un suspiro. Un deseo. Ella. Yo. Nosotros. Ninguno.

1:59 de la mañana. El cansancio no parece ser suficiente para que la noche y el sueño terminen con este día. La noche es un lugar apacible, pero desesperante. Las manecillas del reloj parecen burlarse de mi paciencia incesantes con su ir y venir que se clava en la sien como una bala furtiva en medio de la enmudecida noche. ¿Cuántos noctámbulos habrán caído? ¿Cuántos recuerdos habrán huido a la luz de la luna en medio del insomnio? Hoy en día el sueño es un privilegio de unos pocos al igual que el calor humano

7:15 de la mañana. La frígida tela que durante las noches me separaba del mundo real, hoy yacía envuelta entre mis piernas. Al poner los pies en el frío suelo la realidad volvía a mí como una segunda piel y con más sueño que gloria, tenía que levantarme. Un par de horas de sueño no parecen ser suficientes para evadir la hostigante rutina, el café de la mañana ayudaba, pero los minutos pasaban y tenía que salir de casa. 

Mientras voy de camino a la biblioteca siento como el calor se escapa por el cuello de mi abrigo y el frío intenta ocupar su lugar, pero no es un frío del que empaña los cristales, sino uno que despierta el alma. ¿Por qué los días soleados tienen que ser alegres y los días grises tristes? ¿Acaso una imagen en gris no puede albergar los mismos recuerdos que una en color? Yo siempre pienso en gris, quizá por pura melancolía, pero la sangre y la soledad parecen no doler tanto de este modo.

Al llegar al trabajo con -10 ºC y con la nieve hasta los tobillos, pensaba que no iba a venir nadie hoy, sin embargo la gente parecía haber perdido el miedo a la naturaleza que nos rodea. 

La mañana avanzaba como de costumbre. La gente entraba en la biblioteca cargada de dudas y salía cubierta de ambiciones. El silencio que por momentos se rompía por el paso de las hojas hizo que me fijara en una preciosa joven que estaba detrás de una estantería de libros del siglo XVIII. Llevaba un jersey marrón y unas gafas de pasta que enmarcaban sus dos grandes ojos marrones. Su cabello era castaño y liso, su piel blanca y sonrosada. Por su apariencia parece que ronda los 23, 24 años. Entre sus manos lleva "El ser y la nada" de Sartre. En cuestión de segundos mi mente conectó con aquella mujer. Sentí miedo y placer a la vez. Seguro es una existencialista suicida -me dije. Ojalá lo fuera -pensé. Ese tipo de personas no suelen exhibirse bajo la luz del día. Se esconden como lechuzas en sus nidos y no salen sino es para buscar abrigo cada cierto invierno. Todo parecía estar a mi favor. Yo estaba ahí, ella estaba ahí. Para que todo fuera perfecto solo faltaba la típica canción de película adolescente y una secuencia de planos cortos en ralentí. Al menos eso pasa en las películas con un pésimo guión y bajo presupuesto, pensé. Pero claro, esto no es una película, es la vida real. Seguramente ella se levantará de su silla, me devolverá el libro y saldrá por esa puerta tan rápido como entró. Ese es mi problema, no tengo valor para plantarme delante de mujeres interesantes. Si ellas me hablan de Baudelaire, yo les hablo de sexo. Si me invitan a salir, yo preferiría entrar.


Habían pasado 20 minutos desde que había empezado a idealizar a aquella mujer. La duda y el deseo de saber algo más sobre ella invadía mi cabeza. ¿Debería acercame y preguntarle su nombre? ¿Debería ir e invitarla a salir? ¿Debería preguntarle si quiere pasar el resto de su vida conmigo? Un impulso casi planeado hizo que moviera mis piernas y me acercase a ella. 
-Hola, ¿qué tal? ¿Te está gustando el libro? Sartre es uno de mis escritores favoritos. El libro que tienes en tus manos cambió mi vida al igual que espero que tú cambies la mía, solté sin más. 
-¿Qué he hecho? -recapacité al instante. Una corriente de miedo y desconcierto recorrió mi cuerpo como si de una descarga eléctrica se tratase. Una sonrisa escapó de sus labios tranquilizándome por un momento. 
-Sí, me está gustando. Sartre también es uno de mis escritores favoritos -respondió. 
-Me llamo Cristina, ¿Tú? 
-Emil. Es un placer -respondí. 
Acto seguido nos dimos dos besos. 
-¿Puedo sentarme? 
-Claro, como no -respondió. 
Después de tan singular presentación empezamos a hablar del libro, de ella, de mí, de la vida, el existencialismo, la soledad, la melancolía, y de ese bien tan preciado que yo tanto buscaba para mí. Me hipnotizaba. Me intrigaba. Tenía que reconocerlo, era más dulce que una buena calada.

El tiempo parecía haberse detenido mientras su voz acariciaba mis oídos. Cada palabra que salía por su boca las endulzaban sus carnosos labios haciendo que la idea de compartir mis debilidades y miserias con alguien cobrase una vez más sentido y en lo único en lo que podía pensar era en que tenía que ser mía, formar parte de mí, de mi tristeza. "Llorar solo es llorar de soledad. Llorar en pareja es llorar de amor."


lunes, 7 de enero de 2013

Artless words...

'El amor es la guerra de los desarmados. De los que prefieren un beso sincero a una insinuación pasajera.'

Los días pasan, los años pasan. Hoy ha sido otro día más, otro lunes que a nadie le interesa. 20 años después de que mi vida se hubiese empezado a consumir, aún recuerdo la ilusión y las risas que de niño inundaban los pasillos de esta casa. Ilusión por qué, me pregunto ahora. Quizá la ilusión sea para almas inocentes, para almas tan sinceras como las propias palabras.  El ser humano está condenado a errar y a lamentarse de su desgracia. Nada es para siempre, ¿pero quién soy yo para pedir nada? 

Mientras esperaba el autobús de regreso a casa, dos señores entradas ya en la senectud de la vida, hablaban de lo mucho y poco que el pasado año les había dejado. Una de ellas me miró con ojos penetrantes, mientras yo miraba a ningún lado para evitar un enfrentamiento de miradas. Tomó una bocanada de aire y susurró: -Hijo, llevas la cremallera bajada, ¡súbetela! 
Y se dispuso a subir al autobús. 
El rubor se hizo presente de inmediato en mi reacción. 
-¿Ah, sí? Perdone usted -contesté, como si de una falta de respeto se hubiese tratado y dirigí la vista a mi entrepierna. 
-No, se equivoca -repliqué. 
Al subir la vista aquellas señoras se habían marchado. Mi autobús acababa de llegar, subí tan rápido como me dejó mi desconcierto. Me senté en un sitio que estaba al final del todo, en medio de un crío que no levantaba ni dos palmos del suelo y una atractiva mujer que por las excesivas capas de maquillaje que llevaba aparentaba no más de 30 años.

¿Por qué aquella anciana había mentido con lo de mi cremallera? ¿Por qué una mujer que palpaba ya la centuria se fijaba en mi entrepierna? Tal vez eso sea lo único que atrae a las mujeres durante toda su vida cuando ven por primera vez a un hombre, pensé. Yo no, yo soy más romántico que eso -me decía a mí mismo como si una simple mirada a mi entrepierna hubiese trastocado mi mundo- busco el calor humano, eso que algunos ingenuos escritores llaman 'amor', no que nadie me vea la entrepierna y espere un agradecimiento por tal hecho -intentaba convencerme.

Mientras divagaba en paranoias que a mi cerebro parecía gustarle, llegué a casa. Al abrir la puerta la soledad volvía. Allí estaba, esperándome, como si mi melancolía alimentase su existencia. A veces la soledad no es una consecuencia, sino una elección, un refugio, una defensa para sobrevivir, no para vivir.

20:45 marcaba el reloj. El día estaba acabando. Ordené los apuntes que desordenadamente invadían mi escritorio. Una nota; «llámame». No hubiese tenido mayor importancia si no viviese solo. Desesperadamente recorrí la casa entera para ver si la persona que había dejado aquella nota se había llevado algo más que mi ingenuidad. No, nada. Ojalá se hubiese llevado esta soledad que hoy incomoda mi vida -pensé. Volví a mirar la nota y sí, estaba seguro. Era mi ex. ¿Qué quería? ¿Además de mi corazón, llevarse también mis brazos y piernas?

Cogí el teléfono y marqué su número. Comunica, comunica, comunica… No está en casa. Espero que nunca llegue. Espero que nunca me llame. Espero que nunca me escriba. Será mejor así. Los libros solo deberían leerse una vez y quemarse, no porque hayan sido malos, sino porque si no fueron lo suficientemente sinceros, pueden volver a abrirse, llevarse tu voluntad, y quién sabe, el poco amor propio que te queda.

Debería acostarme. Sí, será lo mejor...