lunes, 8 de abril de 2013

Nasty words...

   El roce de las suelas desgastada con el llegar de la noche escondían el resentimiento y la vergüenza de los que aún malgastaban su vida en creencias banales, fruto de una sociedad que se desborda con la aparición de instintos para algunos, indeseables y para otros, tan vitales que hacen estandarte de ellos y los exhiben en forma de deseos pasionales solo aptos para los más osados. ¿Pero quién era yo para criticar nada? Allí estaba, en un bar de la calle Ramsherred 14 del cual solo recuerdo los ridículos y estridentes neones de la entrada. Allí me hallaba yo, sentado en medio de un par de generosos pechos y una barba mediocre que me escondía de los miedos de los que siempre había intentado huir, pero que hoy volvían para ponerme a prueba. 
-¡Hola! Es un placer conocerte. 
-El gusto es más que mío -respondió. 
-La noche es fría e invita a la compañía, ¿no crees? 
-Sí, es agradable, el frío es agradable y mucho mejor la compañía -expresó.
Mientras huía de su mirada llevando mi atención a la gente que se paseaba por delante de un cristal que daba a la calle, una mano empezó a recorrer la costura de mi pantalón, se acercó a mi bragueta… Volví a retomar su mirada tan pronto como mi asombro fue capaz. La miré a los ojos. Me miró. Ya no eran aquellos brillantes ojos que había conocido hace un par de minutos. Un halo casi borgiano ahora rodeaba aquella apabullante silueta. Empecé a sentir nervios y excitación a la vez. Mi mirada empezó a recorrer tímidamente cada centímetro de sus labios. El aire que entraba y salía de mi pecho se entrecortaba y mi corazón se aceleraba con cada milímetro menos de tela que separaban sus manos de mi ya evidente bulto. 
-¿Qué haces? -alcancé a susurrar. 
-Lo que deseaba hacer desde el momento en el que te vi entrar por esa puerta. 
-¿No crees que este no es un buen lugar para que la tela que recubre tu delicada entrepierna desborde este lugar? 
-Este lugar es posible que no, pero el bulto que ahora apunta hacia mi boca, sí. -respondió lascivamente. 
Mis labios se empezaron a secar. En un descuido los suyos los atraparon y el intercambio de sensaciones empezó a fluir. La aterciopelada capa de carmín que recubría sus sustanciosos labios ahora se precipitaba por las comisuras de los míos. El sabor de la atracción y el deseo evocaba en mi cerebro las ganas de morderlos, saborearlos, sentirlos como nunca nadie los había sentido. Los labios de una mujer pueden enloquecer a un hombre, éstos no solo me enloquecían, me recordaban que un día alguien marcó los suyos en mi torso y huyó al desvanecimiento de aquella marca.

   Mientras mis labios continuaban memorizando los suyos, empecé a posar mis manos sobre sus estimulantes curvas. 
-¡Para! Es el momento, pero no el lugar -me dije. 
Me despegué de su cuerpo de un seco y rápido movimiento. 
-¿Qué pasa? -me preguntó descolocada. 
-Nada, nada -alcancé a articular.
-¿Por qué no salimos de aquí y me enseñas que hay al final de tus interminables curvas? -le dije con una mirada que se movía entre  la necesidad de palpar algo más que sus caderas y el sofocamiento. 

   Salimos de allí tan pronto como nuestra excitación fue capaz de permitirnos. Cogimos el primer taxi y mientras nuestras manos recorrían cada una de nuestras más que evidentes protuberancias, llegamos a su piso. Al abrir la puerta el aire que allí se hallaba empezó a fluir por nuestros cuerpos. Me cogió de la mano y me mostró el lugar donde se encerraban y resonaban sus gemidos cuando su deseo se mostraba en su máxima expresión. Esa expresión la cual yo quería ver. Oír con sus gemidos y gritos pidiéndome que le entregara todo lo que una mujer como ella se merecía y necesita para sí. Nuestra ropa se desojó con un par de roces, solo quedaban las finas telas que resguardaban nuestros sexos. Nos separaban, pero a la vez nos acercaban. Estiré mi mano y la acerqué hacía mi cuerpo. Empecé a sentir una ligera presión en mi pecho. Esa presión que tanto echaba de menos y que hoy podía acariciar solo con mi aliento. Empecé a besarla y tocarla. Mis manos no daban abasto a tal edificante figura. Sus brazos enroscados en mi espalda empezaron a desgarrar mi piel sin tan solo clavarme sus uñas. Empecé a deslizar ligeramente mi mano derecha por su ombligo hasta llegar a sus húmedas bragas que dibujaban mis dedos y los invitaba a    seguir. Al sentir ese trozo de tela con mis yemas, todo el deseo del mundo vino a mí y lo único que quería era arrancárselas y hundirlas en mi boca. Me acerqué tímidamente a su pubis y pude sentir la humedad que emanaba de su entrepierna. Su humedad provocaba en mí la sensación innata de deseo y unas ganas infinitas de poseerla. Inmediatamente saqué mi mano de ahí y la llevé a su boca. Limpió afanosamente mis dedos y acto seguido la tumbé en la cama.

   Al ver a aquella mujer tendida sobre pulcras sábanas y a toda su belleza frente a mis ojos, hizo que mi sangre empezase a encerrarse entre las paredes de mi entrepierna.  El carnoso trozo de mi ser ahora se levantaba y ahogaba por la fricción que producía el límite de mis calzoncillos. No podían contenerlo más y terminaron cediendo. Por fin me mostraba ante ella tal cual era mi miseria, mis complejos y virtudes. Acerqué mi boca a su entrepierna. Empecé a recorrer la delgada linea de humedad que brotaba de sus entrañas y se impregnaba en sus bragas con la punta de mi lengua de abajo hacía arriba, dividiéndola así en dos. Un ligero pero profundo gemido escapó de sus labios. Mis dientes empezaron a rasgar aquella fina tela y de un tirón, la apartaron de su cuerpo y pude contemplar al fin su perfecta vagina. Mi lengua no dudó en seguir con su recorrido. Empecé a lamer aquellos delicados labios, los cuales humedecidos por sus fluidos manchaban los míos. Sentía ahora en mi boca el sabor de su esencia. La pureza de aquella mujer se encerraba en cada gota que huía de sus entrañas para adentrarse en las mías. Sus gemidos continuaban, cada vez más fuerte, cada vez más intensos, cada vez más sucios y mezquinos. 
-¡Métemela de una vez! -reclamaba a gritos, mientras sus manos presionaban mi cabeza y hundían mi lengua y mi boca muy dentro de su vagina. Aquellas palabras me dieron la fuerza que necesita para cogerla en brazos y empotrarla contra el gotelé de su pared. Sus duros pezones empezaron a rayar la pintura desgastada por la humedad y el paso del tiempo. Rodeé mis manos por sus caderas. Esas caderas que detallaban la perfección del universo en una curva. De una fuerte y rápida embestida conseguí  que mi erección rompiese su deseo. Sentía como se expandía casi al instante la profundidad de su entrañas. Los labios que protegían su vagina ahora arropaban el interminable tronco de mi erección y se adentraba con toda su dureza hasta el borde de nuestra excitación. En cada embestida veía como su espalda se contoneaba con el estimulante placer que ello conllevaba. El placer excedía a cualquiera que ser humano   vivo hubiese sentido vez alguna. Una impaciente embestida despegó sus pies del suelo y todo su cuerpo quedó encestado en mi desbordante erección. La presión que sofocaba mi pene hacía que lo único que tocase el suelo fuesen sus fluidos y los míos. Su cuerpo subía y bajaba clavándose literalmente en todo lo que podía dar de mí. Sus pechos golpeaban la pared y el estruendo me pedía que congelara el tiempo para conseguir así, que esto no terminase nunca. Poco a poco fuimos desvaneciéndonos en el suelo  hasta quedar totalmente tumbados, yo sobre el suelo y ella sobre mí, su espalda sobre mi pecho sin despegar en ningún momento nuestros sexos. Mis ojos podían ver por encima de sus hombros la curvilínea figura de sus pechos, que se agitaban con cada embestida. Se dio la vuelta, se posó sobre mi erección que se hundía una vez más dentro de sus entrañas y empezó a botar sobre ella. Su flujo empapaba completamente mi entrepierna y mis muslos. Era casi casi incontenible. El sonido de la fricción provocaba algo más que lamentos. Lamentos de ambición y lujuria. Deseo carnal y febril que ahora ocupaban nuestros cuerpos.
-Gime para mí. Gime para mí, ¡por favor! Gime tan fuerte que el eco de tus gemidos duren días, años, centurias entre los muros de esta habitación.
-Gime y deja que mi erección marchite tus entrañas
-Gime, preciosa. No pares de gemir y gritar a los cielos que hoy eres mía y solo para mí. Necesito recordar tu figura revestida por mis fluidos sobre tu espalda. Tu caderas. Tus nalgas. Tus piernas. Toda tu entera. 
-Tus gritos me enamoran. Me enloquecen. Siento el nacer del liquido blanco que pronto llenará tus entrañas.
-¿Lo quieres? 
-¿Dónde lo quieres? 
-¡Pídemelo a gritos! 
-¡Pídemelo, por favor!
-No puedo parar de embestirte y llenarte a la vez. Mi carne sedienta de la tuya, ensancha tus entrañas y las desgarra con el ir y venir de mi erección. Dentro, fuera. Dentro, fuera. Muy dentro, muy dentro. Demasiado quizás.
-Enquista tus dedos dentro de mi piel. Libera ese ser sediento de sexo que hoy envuelve mi erección.
-¡Oh, dios! El placer sin las formas de tu cuerpo no es placer ni es nada.
-Mi erección no halla cabida en ningún agujero. En ninguno que no sea tuyo. 
-Ven aquí y hagamos de esto un hito. Una epopeya. Un recuerdo imborrable que ni el paso del tiempo pueda olvidar. 
-Necesito tus fluidos, necesito tu entrepierna. Necesito tus besos y tus gemidos. Necesito tus manos calmando mis ganas. Necesito poner las mías sobre tus nalgas y esculpirlas hoy y mañana. Porque sí, porque quiero y puedo. Porque ahora me perteneces. Porque ningún hombre en este mundo podrá saciar ni evocar tantas fantasías y deseos como lo hago yo. Y tú lo sabes -entre gemidos entrecortados alcancé a susurrar.

   La espesa mancha blanca que estaba intentando contener, se me escapaba, no podía retenerla al sentir como las robustas paredes de su vagina se agarraban a mi pene a causa de la llegada del clímax. Un chorro de placer salió por la punta de mi pene y aterrizó en lo más profundo de sus entrañas. Empecé a sentir como el cálido aroma a sexo que brotaba por mis poros se adentraba en la comisura de sus labios y le daba de beber a sus hambrientas entrañas. Mi líquido blanco se fundió con los fluidos de su clímax de tal modo que empezó a chorrear por sus muslos y los míos. Dejó caer su cuerpo una vez más sobre el mío, con sus fluidos y los míos dentro de sí. Acercó sus labios a mis oídos y susurró: «¡Gracias!». Me dio un beso en la mejilla izquierda, apoyó su cabeza en mi pecho que desprendía calor y cansancio, y se durmió. Nos dormimos. Todo había acabado. El placer había acabado, pero no las ganas de volver a sentirlo…



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