lunes, 4 de febrero de 2013

Foolish words...


Un roce. Una caricia. Un suspiro. Un deseo. Ella. Yo. Nosotros. Ninguno.

1:59 de la mañana. El cansancio no parece ser suficiente para que la noche y el sueño terminen con este día. La noche es un lugar apacible, pero desesperante. Las manecillas del reloj parecen burlarse de mi paciencia incesantes con su ir y venir que se clava en la sien como una bala furtiva en medio de la enmudecida noche. ¿Cuántos noctámbulos habrán caído? ¿Cuántos recuerdos habrán huido a la luz de la luna en medio del insomnio? Hoy en día el sueño es un privilegio de unos pocos al igual que el calor humano

7:15 de la mañana. La frígida tela que durante las noches me separaba del mundo real, hoy yacía envuelta entre mis piernas. Al poner los pies en el frío suelo la realidad volvía a mí como una segunda piel y con más sueño que gloria, tenía que levantarme. Un par de horas de sueño no parecen ser suficientes para evadir la hostigante rutina, el café de la mañana ayudaba, pero los minutos pasaban y tenía que salir de casa. 

Mientras voy de camino a la biblioteca siento como el calor se escapa por el cuello de mi abrigo y el frío intenta ocupar su lugar, pero no es un frío del que empaña los cristales, sino uno que despierta el alma. ¿Por qué los días soleados tienen que ser alegres y los días grises tristes? ¿Acaso una imagen en gris no puede albergar los mismos recuerdos que una en color? Yo siempre pienso en gris, quizá por pura melancolía, pero la sangre y la soledad parecen no doler tanto de este modo.

Al llegar al trabajo con -10 ºC y con la nieve hasta los tobillos, pensaba que no iba a venir nadie hoy, sin embargo la gente parecía haber perdido el miedo a la naturaleza que nos rodea. 

La mañana avanzaba como de costumbre. La gente entraba en la biblioteca cargada de dudas y salía cubierta de ambiciones. El silencio que por momentos se rompía por el paso de las hojas hizo que me fijara en una preciosa joven que estaba detrás de una estantería de libros del siglo XVIII. Llevaba un jersey marrón y unas gafas de pasta que enmarcaban sus dos grandes ojos marrones. Su cabello era castaño y liso, su piel blanca y sonrosada. Por su apariencia parece que ronda los 23, 24 años. Entre sus manos lleva "El ser y la nada" de Sartre. En cuestión de segundos mi mente conectó con aquella mujer. Sentí miedo y placer a la vez. Seguro es una existencialista suicida -me dije. Ojalá lo fuera -pensé. Ese tipo de personas no suelen exhibirse bajo la luz del día. Se esconden como lechuzas en sus nidos y no salen sino es para buscar abrigo cada cierto invierno. Todo parecía estar a mi favor. Yo estaba ahí, ella estaba ahí. Para que todo fuera perfecto solo faltaba la típica canción de película adolescente y una secuencia de planos cortos en ralentí. Al menos eso pasa en las películas con un pésimo guión y bajo presupuesto, pensé. Pero claro, esto no es una película, es la vida real. Seguramente ella se levantará de su silla, me devolverá el libro y saldrá por esa puerta tan rápido como entró. Ese es mi problema, no tengo valor para plantarme delante de mujeres interesantes. Si ellas me hablan de Baudelaire, yo les hablo de sexo. Si me invitan a salir, yo preferiría entrar.


Habían pasado 20 minutos desde que había empezado a idealizar a aquella mujer. La duda y el deseo de saber algo más sobre ella invadía mi cabeza. ¿Debería acercame y preguntarle su nombre? ¿Debería ir e invitarla a salir? ¿Debería preguntarle si quiere pasar el resto de su vida conmigo? Un impulso casi planeado hizo que moviera mis piernas y me acercase a ella. 
-Hola, ¿qué tal? ¿Te está gustando el libro? Sartre es uno de mis escritores favoritos. El libro que tienes en tus manos cambió mi vida al igual que espero que tú cambies la mía, solté sin más. 
-¿Qué he hecho? -recapacité al instante. Una corriente de miedo y desconcierto recorrió mi cuerpo como si de una descarga eléctrica se tratase. Una sonrisa escapó de sus labios tranquilizándome por un momento. 
-Sí, me está gustando. Sartre también es uno de mis escritores favoritos -respondió. 
-Me llamo Cristina, ¿Tú? 
-Emil. Es un placer -respondí. 
Acto seguido nos dimos dos besos. 
-¿Puedo sentarme? 
-Claro, como no -respondió. 
Después de tan singular presentación empezamos a hablar del libro, de ella, de mí, de la vida, el existencialismo, la soledad, la melancolía, y de ese bien tan preciado que yo tanto buscaba para mí. Me hipnotizaba. Me intrigaba. Tenía que reconocerlo, era más dulce que una buena calada.

El tiempo parecía haberse detenido mientras su voz acariciaba mis oídos. Cada palabra que salía por su boca las endulzaban sus carnosos labios haciendo que la idea de compartir mis debilidades y miserias con alguien cobrase una vez más sentido y en lo único en lo que podía pensar era en que tenía que ser mía, formar parte de mí, de mi tristeza. "Llorar solo es llorar de soledad. Llorar en pareja es llorar de amor."