lunes, 7 de abril de 2014

Ellas...

      Pienso en Cristina, en Lucía, en Melanie, en Emma, en Tatiana, en Patricia, en Vanessa, en aquellos amigos que perdí en la adolescencia, en aquellos grupos de los cuales yo solía formar parte y más allá de formar parte, ellos formaban parte de mí. Pienso en todas las mujeres que he conocido, en todas aquellas que me gustaría conocer, en todas aquellas con las que sé que jamás llegaré a compartir ni siquiera una insípida mirada, en todas aquellas que en su inocencia piensa en alguien como yo bajo sus sábanas. Pienso en la noche que se acerca, lo rápido que la oscuridad misma del ser humano pone el fin al día, como una especie de ofensa frente al privilegio de sentir el vibrar de tu corazón un día más. Ya lo decía Cioran; «el ser humano es el único animal que sufre por lo que no es», y no es que yo me revuelva en la idea de que de nada sirve lo que hasta ahora he hecho o estoy haciendo para merecer un latido más de vida, solo  que esta extraña sensación de miedo recala en mí por todos los horizontes posibles, pese a eso me levanto y la detengo, pero es tan fuerte a veces, que ni el propio deseo de dejar todo lo dolorosamente olvidable atrás, puede con ella, y la recojo, la abrazo, la recibo de la forma más amable posible; si fuese una mujer, probablemente abriría mis piernas incluso más allá de donde me dejase mi pudor y recibiría con ansia el éxtasis de su esencia. La esencia lo es todo, sin ella no somos aquello, ni aquel, ni siquiera, lo intentamos. La esencia que hace al ser, lo sobrecoge cuando se acomoda sobre nuestros muslos y roza la trasparente tela que nos separa su tacto del placer más inimagible posible. Ella sabe tus miedos, los conoce mejor que tú y la madre que te dio su pecho, y abusa de ti tanto como tú de ella,  y da igual cuán ambiciosa sea tu existencia, ésta no parará hasta verte tendido sobre cualquier curtida llanura o asquerosa hondonada, y estando así, de ese modo, con el sudor secándose en tu preciosa camisa de hilo importado, te das cuenta de que has perdido, de que un único cielo no es suficiente para todo tu daño, que podrás condolerte, maldecirte y desangrarte por el mismo dolor, el mismo daño pasado, y nadie volverá ni siquiera para apuñalarte en la misma herida. Y entonces ya no puedes pensar en nada, te sientas a dejar pasar las horas, y escuchas a los coches afuera acelerar, el alboroto del mismo café de la esquina, a las mujeres pasar envueltas en un sin fin de fragancias y coloridos vestidos que se tensan mucho antes de llegar a sus rodillas, llevando finos tacones a juego que realzan sus nalgas y sus labios embellecidos con el mismo rojo mate, incendiando el aire. Escuchas como la ciudad ruge y se ilumina en toda su amplitud mientras ellas acompasan sus suelas y se abren paso como una nuez de temporada y agradeces por esta vivo y a ellas por  probablemente ser, tu posible compañera de cama. 
     Miro a Brandon, no podría hacer otra cosa más que mirarlo, él es todo lo que yo siempre he querido ser, él siente la juventud que yo he perdido, la necesidad diaria de saber que existe, que es absolutamente necesaria su presencia entre tantos otras millones que no pasan de ser como un capítulo de relleno de una serie que ya nadie ve. Ojalá me interesara tanto como él el existir por puro placer más que por ansia. 
     No sé demasiado de su infancia, ni de sus padres. Conocí a su madre poco después de que me fuera de casa. No tenía ningún sitio donde quedarme y los días que pasé buscando el lugar ideal para mi nueva vida, no sirvieron de nada. Hace ya mucho tiempo de aquello. Nunca había conocido a una mujer de los Balcanes, en aquel entonces, no sabía ni siquiera que aquellos países existían, estaba en pleno éxtasis de adolescente y no conocía nada que estuviese más allá de donde llegase mi curiosidad o mi vista. Ella era una mujer de unos 45 años más o menos, siempre llevaba el pelo puesto de tal forma que mirases como la mirases, sabías que toda ella era un conjunto perfecto de belleza, y más aún con ese color negro intenso que contrastaba con su brillante tez pálida dando así color a cada hebra de su cabello. Tenía  unos rasgos suaves que delineaban sutilmente sus mejillas dando forma a esa mirada que ocultaba tras las pestañas más densas que he visto en mi vida. Cuando ella te miraba, no solo te miraba, sabía a ciencia cierta cuán banal y desinteresado eras, por este motivo, desde el primer momento, no fui un grato visitante en su casa, pese a esto, con la mejor, o quizás la única sonrisa que tenía para alguien como yo, dejó que me quedase un par de días en ella. 
     Día tras día podía sentir casi el subliminal rechazo que sentía hacia mí. En cierto modo, la comprendía, nunca he tenido la suerte de dar una imagen cercana de quién soy a primera vista, supongo que hace falta tiempo y ciertamente paciencia para llegar al verdadero yo que se esconde detrás de este tapizado de mediocres músculos y lánguida piel. No todo el mundo ve ni va más allá de cuánto le es necesario. No sé si por azar o porque es lo más cercano a la total comprensión que he estado, la mayor parte de las personas que han ido y han vuelto con el único afán de comprenderme, han sido mujeres; novias, ex-novias, amigas, algo más que amigas, hermanas, vecinas, cajeras, estudiantes, simples mujeres que como yo, no sabían lo que querían. Puede que por mi capacidad de crear y moldear las palabras o porque sabían que las escuchaba —cuando en el fondo hubiese preferido callarlas y permitir que la la única forma de respirar que hubiesen tenido, hubiese sido en mi cuello, entre mis muslos o ellas sobre los míos y yo dentro de ellas—, me necesitaban. Cada vez que me abría dejándoles ver así, fuera de toda pretensión posible, a mi yo auténtico, sentía como cada palabra que salía por sus bocas, revivían en mí la necesidad que yo también tenía de ellas. En su momento nunca lo reconocí, y probablemente nunca tenga el valor de reconocerlo, pero espero que lo sepan, porque aunque formen parte de un relativo pasado, sé que inciertamente éste terminará volviendo; quizás no con las mismas personas, pero sí con la esencia misma del sentimiento. La vida es cíclica, el círculo nunca se cierra; se expande, y por mucho que lo intentemos cerrando los ojos durante toda la eternidad contenida en el universo, ese punto y final tan necesario para las historias, nunca se pone, porque algunas cosas deben permanecer así, como las olas que descansan al llegar a la orilla desde que el mundo dice ser mundo, porque siempre son las mismas, una y otra vez, llegan y vuelven  a irse desvaneciendo de vuelta al mar, pero vuelven a venir, por tanto, el círculo se desdibujaba y se alarga en el tiempo una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, tal como nuestra necedad de vivir en el pasado y engañarnos en el presente.
     Cada momento, cada charla, cada café, cada noche, cada llamada, cada caricia, incluso  cada orgasmo que compartí con ellas, todo junto, se volvió una gran necesidad, un logro de la vida, la única forma que tiene ésta de premiarme por todo el desinterés que pongo de comprender lo incomprensible, a los incompresibles; a aquellos seres que todos los hombres si bien no lo reconocemos, sin ellas, no seríamos más que una panda de narcisistas con el ego tan grande como centímetros albergase nuestra entrepierna. Ellas hacen de este mundo un lugar en el cual quedarse o eventualmente marcharse y preferir no haber nacido por lo miserable que es ser un hombre solo sobre las  tristes aceras de la tierra, con la única opción de arrastrarse por ellas contemplando a los astros morir y a nuestro mundo bajo ellos, a la extensidad de una tierra que por momentos amplifica nuestros corazones en plena tempestad de melancolía, sintiendo en sollozo cada exhalación de hambre, hambre por escucharlas llegar, por irte con ellas, o por quedarte y brotar junto al alquitrán que ennegrece cada rincón de este grisáceo planeta, despertar de un letargo estival, y estando allí, muerto de lleno sobre la superficie madura de la tierra, reconocer que en ese mismo estado y momento, lo único que te devolvería a la vida, sería verlas de reojo bajo ese mismo púrpura ocaso que las viste irse una vez y todo en esta vida parecería serte entregado; cada nota, cada caricia  de despedida, cada nueva llegada, cada día de cama con la misma mujer que intuyó tu necesidad de encontrarla, porque son necesarias, las necesitamos a todas llenando los espacios en blanco de nuestras imágenes. Y sin poder de negar lo innegable, son todo aquello que algunos deseamos, son todo aquello que algunos hemos perdido.


lunes, 10 de febrero de 2014

Aquel que tarareaba...

     Hay días en los que solo puedes pensar en la insultante cantidad de promesas que has sido capaz de hacer y creer, promesas que bien entrada la noche se convierten en típicas  estampas que vistas desde fuera parecen estar irradiadas por alguna especie de luz artificial, y te iluminan, y de pronto se escucha de fondo una retahíla de molestos sonidos opacos, casi casi grisáceos, unos más altos y otra más bajos, unos más graves y otros que se vuelven más profundos a medida que te adentras como un submarino abisal en ese lado oscuro del corazón llamado; recuerdos. Y por si fuera poco, una voz presuntuosamente frágil se cuela entre aquella suntuosa oscuridad dando palos de ciego, intentando comprender las cosas más incomprensibles de la temporal existencia, y que allí, en el fondo de aquella espesura de vagas ideas y esperanzas caducas, esperabas que se hubiesen extinguido. 
     Sé que pensar en ello no es lo más sano, ni lo más lógico, muchos menos lo indicado, pero ya se sabe, es inevitable a veces caer en la debilidad del ser, incluso sabiendo que tienes afuera todo lo que alguien podría desear, sentir todo lo que bajo un mismo cielo podrías sentir, ese mismo tímido cielo que cada noche se oscurece y se extiende más allá de donde podrías imaginar tu existencia.
     De repente parece como si a lo lejos alguien tararease una canción sin gracia y ciertamente, sin motivo alguno, pero la tararea y siento que es lo único que necesito para seguir con esto, seguir con esta cansada lucha llamado vida, con la felicidad que es saber que existes, que puedes ser algo más que un par de letras disueltas en la última ola del día o en el primer café de la mañana, ser ese sabor consistente y agridulce de granos maduros recogidos por manos tan o más polvorientas que las que tuvieron mis padres. Hoy al verme quizás pensarían en lo mucho que he crecido, pero sobre todo, en lo poco que he cultivado todo lo que un día me enseñaron para, no sobrevivir, sino, para vivir mientras espero rozar la gloria y eludir las desventuras de esta vida. Pero lo intento y espero que en algún punto, todo lo malo se vuelva bueno, o todo lo malo se muestre como lo que es; como una ilusión permanente y caiga por su propio peso al vacío y su falta provoque ese sentimiento que terrenalmente se conoce como felicidad.
     Creo que cerraré las ventanas del todo. Es tarde ya. El frío sin invitación alguna entra y se tumba a mi lado y no hace otra cosa que desvanecer el casi nulo abrigo de mi cuerpo. Y no es que quiera parecer un ser indefenso a la espera de un abrazo, de un sincero y necesario abrazo, solo que hoy, especialmente hoy, el frío que hace es de la clase de frío que resucita y agranda las heridas.
     Anoche, a este misma hora, Gäel trajo a otra de sus tantas conquistas con nosotros. Yo nunca he sabido diferenciar el estar con alguien por amor y estarlo solo porque eso es lo único que necesitas. Él siempre procura decirme con un tono de indiferencia cada vez que le pregunto si algún día parará de ir de aquí para allá sin sentido alguno. 
    —Sí, Emil, ésta tiene que ser la elegida. Tiene que serlo, ¡maldita sea! En algún rincón de este mundo tiene que existir una mujer para mí. Ésta tiene que estar hecha para mí, lo sé –me decía como intentando convencerme de algo que los dos sabíamos que no era cierto. Y como hacía siempre con todas las chicas que han pasado por su vida y momentáneamente por las nuestras, se la llevó calle abajo y no volvimos a saber nada de él hasta después de un par de días. Brandon que era el más cuerdo de los tres. Al verlos desaparecer, se lamentaba por él, se avergonzaba incluso. Me decía  una y otra vez: 
    —¿Con qué fin compartimos nuestras vidas con ese ser incompleto, con ese fragmento lejano de ser humano? Emil, Emil, Emil… Perdemos el tiempo intentando domesticar su ego y su afán de engendrar bastardos en todo vientre conocido. Será mejor que contemos cada paso que daremos hasta llegar a casa, de ese modo, sabremos que hemos andado más de lo que hemos follado hoy. Y no, no tenemos por qué lamentarnos, por lo menos una noche más comeremos caliente y nuestras camas aún podrán ser calentadas por alguien más. Quién sabe, puede que mañana seas tú el que desaparezca calle abajo y encuentres por fin, de una vez y por todas, ese calor humano que tanto evitas reconocer que echas de menos. 
     Y junto a ese gran hermano que lo consideraba, volvíamos a casa caminando silenciosamente por las calles desencajadas de la vieja Copenhague y fue allí donde escuché por primera vez ese sonoro tararear, esa misma cancioncilla que había dejado de escuchar al cerrar las ventanas. Aquel que tarareaba, y más allá de tararear, cantaba. Aquel conocía los secretos de la noche, el fin mismo de la vida, e incluso, sin miedo a despeñarme por algún precipicio,  sé que él en su infinita inocencia, sabía todo el bien que su tararear le hacía a mi vida esta noche y por eso, tarareaba cada vez más fuerte y afanosamente, pese a que yo me estaba ahogando con el supurar de las heridas que el invierno había abierto y que hoy, el frío agrandaban.