lunes, 10 de febrero de 2014

Aquel que tarareaba...

     Hay días en los que solo puedes pensar en la insultante cantidad de promesas que has sido capaz de hacer y creer, promesas que bien entrada la noche se convierten en típicas  estampas que vistas desde fuera parecen estar irradiadas por alguna especie de luz artificial, y te iluminan, y de pronto se escucha de fondo una retahíla de molestos sonidos opacos, casi casi grisáceos, unos más altos y otra más bajos, unos más graves y otros que se vuelven más profundos a medida que te adentras como un submarino abisal en ese lado oscuro del corazón llamado; recuerdos. Y por si fuera poco, una voz presuntuosamente frágil se cuela entre aquella suntuosa oscuridad dando palos de ciego, intentando comprender las cosas más incomprensibles de la temporal existencia, y que allí, en el fondo de aquella espesura de vagas ideas y esperanzas caducas, esperabas que se hubiesen extinguido. 
     Sé que pensar en ello no es lo más sano, ni lo más lógico, muchos menos lo indicado, pero ya se sabe, es inevitable a veces caer en la debilidad del ser, incluso sabiendo que tienes afuera todo lo que alguien podría desear, sentir todo lo que bajo un mismo cielo podrías sentir, ese mismo tímido cielo que cada noche se oscurece y se extiende más allá de donde podrías imaginar tu existencia.
     De repente parece como si a lo lejos alguien tararease una canción sin gracia y ciertamente, sin motivo alguno, pero la tararea y siento que es lo único que necesito para seguir con esto, seguir con esta cansada lucha llamado vida, con la felicidad que es saber que existes, que puedes ser algo más que un par de letras disueltas en la última ola del día o en el primer café de la mañana, ser ese sabor consistente y agridulce de granos maduros recogidos por manos tan o más polvorientas que las que tuvieron mis padres. Hoy al verme quizás pensarían en lo mucho que he crecido, pero sobre todo, en lo poco que he cultivado todo lo que un día me enseñaron para, no sobrevivir, sino, para vivir mientras espero rozar la gloria y eludir las desventuras de esta vida. Pero lo intento y espero que en algún punto, todo lo malo se vuelva bueno, o todo lo malo se muestre como lo que es; como una ilusión permanente y caiga por su propio peso al vacío y su falta provoque ese sentimiento que terrenalmente se conoce como felicidad.
     Creo que cerraré las ventanas del todo. Es tarde ya. El frío sin invitación alguna entra y se tumba a mi lado y no hace otra cosa que desvanecer el casi nulo abrigo de mi cuerpo. Y no es que quiera parecer un ser indefenso a la espera de un abrazo, de un sincero y necesario abrazo, solo que hoy, especialmente hoy, el frío que hace es de la clase de frío que resucita y agranda las heridas.
     Anoche, a este misma hora, Gäel trajo a otra de sus tantas conquistas con nosotros. Yo nunca he sabido diferenciar el estar con alguien por amor y estarlo solo porque eso es lo único que necesitas. Él siempre procura decirme con un tono de indiferencia cada vez que le pregunto si algún día parará de ir de aquí para allá sin sentido alguno. 
    —Sí, Emil, ésta tiene que ser la elegida. Tiene que serlo, ¡maldita sea! En algún rincón de este mundo tiene que existir una mujer para mí. Ésta tiene que estar hecha para mí, lo sé –me decía como intentando convencerme de algo que los dos sabíamos que no era cierto. Y como hacía siempre con todas las chicas que han pasado por su vida y momentáneamente por las nuestras, se la llevó calle abajo y no volvimos a saber nada de él hasta después de un par de días. Brandon que era el más cuerdo de los tres. Al verlos desaparecer, se lamentaba por él, se avergonzaba incluso. Me decía  una y otra vez: 
    —¿Con qué fin compartimos nuestras vidas con ese ser incompleto, con ese fragmento lejano de ser humano? Emil, Emil, Emil… Perdemos el tiempo intentando domesticar su ego y su afán de engendrar bastardos en todo vientre conocido. Será mejor que contemos cada paso que daremos hasta llegar a casa, de ese modo, sabremos que hemos andado más de lo que hemos follado hoy. Y no, no tenemos por qué lamentarnos, por lo menos una noche más comeremos caliente y nuestras camas aún podrán ser calentadas por alguien más. Quién sabe, puede que mañana seas tú el que desaparezca calle abajo y encuentres por fin, de una vez y por todas, ese calor humano que tanto evitas reconocer que echas de menos. 
     Y junto a ese gran hermano que lo consideraba, volvíamos a casa caminando silenciosamente por las calles desencajadas de la vieja Copenhague y fue allí donde escuché por primera vez ese sonoro tararear, esa misma cancioncilla que había dejado de escuchar al cerrar las ventanas. Aquel que tarareaba, y más allá de tararear, cantaba. Aquel conocía los secretos de la noche, el fin mismo de la vida, e incluso, sin miedo a despeñarme por algún precipicio,  sé que él en su infinita inocencia, sabía todo el bien que su tararear le hacía a mi vida esta noche y por eso, tarareaba cada vez más fuerte y afanosamente, pese a que yo me estaba ahogando con el supurar de las heridas que el invierno había abierto y que hoy, el frío agrandaban. 





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