miércoles, 29 de mayo de 2013

Touchless words…


   La fe y el recato no siempre se muestran como se cabría esperar. Se esconden entre barrotes corroídos por falta de amor propio. Amor que se diluye en el moribundo acero y se clava en la garganta del sabio. Es mejor callar que demostrar que tus palabras solo sirven para profanar la retórica. No quiero oír, pensar, sentir, ni maldecir. Hoy no. No quiero estar aquí, sin embargo no puedo huir, esconderme bajo estos escritos y desaparecer sin más. No tengo nada que me represente, nada que acoja mis palabras y las coleccione a modo de epitafios al pie de mi cama.

   Por la tarde mientras caminaba por un parque que daba directo a mi pensión, vi caer un par de hojas secas. Cayeron frente a mis pies deteniendo así mi paso. Una de ellas tenía decenas de puntos ennegrecidos por el abrasivo frío que a finales de febrero, era compresible. Junto a ella otra yacía mustia atenta a mi mirada. Me invitaba a cogerla, sentir entre mis manos la muerte. Una pequeña ventisca las apartó de mi presencia. Se había escapado. Una vez más la muerte me negaba su esencia. Huye de mí cuando más necesito sentir su hiel sobre mi tacto. Al reponerme de mi desdicha, pude notar como un par de jóvenes me miraban a lo lejos absortos con mi figura. Resultaba lógico. Empecé a escuchar un sonido viajar a través del viento que me trajo un dolor de oídos. Era un sonido de campanas que daban la mitificada llamada de una iglesia cercana invitando a que sus «fieles» acudan a ella para redimirse de su mediocridad e indecencia.

   Un grupo de señoras mayores ataviadas apresuraban su paso para llegar puntuales a tal evento. Para mí era un evento, Un circo. Una secta. Una pérdida de tiempo. ¿Qué culto pagano se pregona tan ostentosamente a plena luz del día? Si tienen demasiado tiempo libre, que se lo den a quien lo necesite, o lo vendan para aumentar más aún su opulencia. El culto por algo tan etéreo en los días que corren no es sino el estigma de nuestra especie. De quienes somos como sujetos de un mismo espacio. ¿Pero a quién le importa nuestro fracaso? Llegamos aquí y al parecer a nadie le interesa volver a traernos, devolvernos a donde pertenecemos. Esta nunca fue nuestra tierra. Cada semilla que brota con la llegaba de la lluvia es más merecedora de estar aquí que toda nuestra egolatría junta. Creer, creer y creer… ¿Quién necesita creer cuando ni siquiera podemos sentir el paso del tiempo? El tiempo pasa, pasa pero sin nosotros. Pasa y se supone que debemos seguirlo. No tenemos tiempo para nada, menos de seguir la estela del propio tiempo. Resulta paradójico, pero en un mundo lleno de contrastes como el nuestro es lo más terrenal. Lo mismo pasa con nuestras propias palabras. Hoy crean vida y mañana esquivan recuerdos, los corrompen y  se aventuran con la independencia que solo ellas poseen; como instrumento de creación y finalidad, llegando en su paso incluso a opacar pensamientos, callar dictaduras y a menguar ideales.

   En estos últimos días todo lo que mi mente era capaz de crear se convertía en algo zafio, en algo frígido e inerte cuando mis pensamientos se materializaban en palabras. Dejaré de hablar. Reniego de quién soy por ellas y en lo que me he convertido...


Martes 28 mayo

   Llevo días sin escuchar mi voz, aún así me une de una forma atávica al calor que ya no siento. Todo lo que he hecho durante este tiempo ha sido sentarme allí y verla morir. Casi he olvidado cómo se siente el aire escupido por mi propia garganta. Lo único que siento es el resuello con el que me he despertado sobre mi hombro derecho a media tarde. A modo de savia lo he precipitado por mis labios y me lo he bebido. Su sabor rememoraba en mí la ausencia. ¿A quién intentó engañar? Las echo de menos. Echo de menos lo incompletas y vacías que se hallaban en mí. Lo mezquinas y lascivas que parecían sobra mi amada. Echo de menos cobijarme con ellas y regodearme con lo que era capaz de conseguir con su presencia, con mi ego. Las quiero a todas, porque me pertenecen, son fragmentos de recuerdos que me unen a la vida, a esta vida que se disipa entre mis manos sin ni siquiera poder contenerla en mis escritos. Días y noches malgastando su herencia y hoy me me dejan mudo entre los gritos de mi cabeza. Quizás sea mejor que invente mi propio lenguaje. Que cree un «Dios» para fundamentar su existencia. O quizás sea mejor que evite recordar que un día las tuve, que al crearlas sabía que existía. Que podía darles sentido. Que la noche es corta y que no hay miedo alguno en el lado frío de mi almohada que me devuelva con ellas. Aún así las siento, siento el frío de mis extintas palabras en mis pensamientos, el frío de un «Dios» que jamás ha escuchado mis plegarias.


Mi amargura ha vuelto a traer la noche. 

   ¿Por qué ahora? No me deja desesperar un poco más antes del silencio tenue. No se queda a vivir conmigo, sin embargo me acoge como su escribano y me cuenta qué hace con los pensamientos que van a morir bajo sus manos. Es cierta y aún así no materializa mis palabras. Será mejor que desgarre lentamente todo el placer que un día creí alcanzar con ellas y me duerma pensando en que mañana será otro día y que la oscuridad de la noche no menguará mi inquina. Creyendo que junto a ese «Dios», no existo, que vivo aislado de todo lo que me atormenta, no como un huraño, sino como un muerto...




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